En mi ciudad, Tabio. Cuando alguien fallece, siempre llueve en la tarde cuando es enterrado. El trayecto de la iglesia hacia el cementerio son seis cuadras de camino empedrado, donde los dolientes lloran su pena, los acompañantes guardan silencio y todo habitante de aquel pueblo de calles coloridas, el cual se encuentre con la procesión religiosa, hace un alto en sus actividades hasta que ésta pase de largo.
Desde mi infancia, el recuerdo de un entierro con muchos ataúdes habita en mi mente. En muchas ocasiones le he preguntado a mi madre pero su respuesta a menudo es la misma:
- Nunca ha sucedido un accidente en el cual haya fallecido más de cuatro personas en Tabio, ni muchos menos tantos ataúdes velados en una sola ceremonia.
Sin embargo, la imagen permanece desde que tengo cuatro años. Recuerdo que es una tarde muy iluminada, cálida, todo lo opuesto para una escena tan macabra. Hay un poco más de diez ataúdes hechos de pino oscuro sobre mesas de aluminio pintado de color dorado.
En este momento, mi madre está haciendo lo mismo que ha hecho desde la muerte de mi padre; regando las flores de su tumba. Mi hermano, está junto a su esposa y mis sobrinos descansado del día tan difícil de ayer. Por otro lado, mis amigos hoy planean una reunión, en la cual el motivo de ésta, soy yo; por supuesto que estaré presente.
En los periódicos una foto muestra, lo que yo llamo la gran reunión. La radio y la Televisión han continuado con sus noticas buenas y malas de todos los días después del cubrimiento de la noticia de ayer. En Tabio, la gente está haciendo las mismas acciones que todos los días, aunque con la diferencia que nadie se atreve a preguntar por el evento de hace veinticuatro horas, tal vez porque de nada sirve mover las cosas del pasado.
Hoy en Colombia, mucha gente está orando para que no vuelva a pasar eventos como el de hace unos dos días, donde la imprudencia de un conductor vuelva a causar una tragedia. La gente que regresa hoy a sus casas, se llevan de Tabio además de sus recuerdos, la llovizna de ayer impregnada en sus ropas oscuras.
Hoy, en la mañana por fin, después de muchos años, vuelvo a recordar la imagen que tengo en mi memoria desde hace tanto tiempo y le encuentro una relación coherente. Aquel entierro donde varios ataúdes permanecen bajo la luz de una cálida tarde, aquella imagen, es mi entierro; producto de un accidente automovilístico, y aquellos dolientes son mi familia.
Las personas que estaban en aquella iglesia ayer junto con mi familia, hoy observan por las ventanas de sus buses o automóviles de regreso a sus hogares, que el mundo no se detuvo, sino que continúa girando. Al fin y al cabo, ese es el fin de la vida, continuar. Nada se ha detenido ni se detendrá después de la muerte de alguien y yo no soy la excepción.
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